Llevaba un tiempo en ello y me hacía bien. Aterrizaba en nuestro campo, una casita de piedra con un poquito de terreno y en torno un murete, de piedra también; y repetía una y otra vez el ejercicio automático de mirar en derredor, respirar profundo, detectar lo que no me encajaba con el entorno que tenía ante mí, visualizar las malas hierbas -las malas de verdad, las que hacían tóxico el terreno, o me parecían demasiado feas y estéticamente invasivas-, y las retiraba.
Las arrancaba de raíz, y después las desplazaba con la escoba de jardín , hasta formar un gran montón de restos orgánicos que depositaba en una parte de la loma. Después, volvía despacio a la casa y me preparaba un humeante té oscuro, preferiblemente un oolong muy oxidado, o un negro; curiosamente nunca blanco ni verde, y lo degustaba en el porche, frente al atardecer.
Mis dos paisajes
Todo el proceso lo hacía un día y otro, cuando lo necesitaba, el tiempo suficiente para encontrarme bien, y para descubrir que mis dos paisajes, el interno y el externo, lograban ser más armónicos y acogedores.
Era común que alguien con suficiente confianza, viendo lo que estaba haciendo, me comentase de manera insistente: “eso no sirve para nada, estás barriendo el campo, es una tontería; total, la hierba va a volver a crecer…” Yo me sentía incómoda con el comentario y titubeante por no saber qué responder; solo sabía que aquello me sentaba bien, pero tanta insistencia a mi alrededor me hacía anhelar una explicación.
Otro no soy yo
Cuando el maestro japonés Dōgen Zenji (1200-1253), viajó a China, buscando perfeccionar su comprensión del budismo, conoció a un viejo monje. Observando que realizaba tareas físicas agotadoras le preguntó: “¿No sería mejor que pidiera a otro que lo hiciera en su lugar?”, y el anciano respondió: “otro no soy yo“.
En occidente viene siendo habitual que el zen se limite a la práctica de la meditación sentada, y sin embargo, esta práctica es un medio, no un fin en sí misma. Si deseas liberarte de la ignorancia no puedes limitarte a la meditación, sino que debes ser capaz de transformar cada instante de tu vida en una ceremonia purificadora para tu cuerpo y tu mente. Quien se vale de su autoridad, su fuerza o su encanto para conseguir que otro realice tareas que le corresponden, ahorrará esfuerzos pero se perderá lo que ellas pueden aportarle. Y ésto no lo digo yo, lo explica N. Chauvat en su “zen del té” donde recoge antiguas enseñanzas de los maestros del té.
Samu
La expresión japonesa Samu (作務), cuyo origen también está en el budismo zen, se refiere al trabajo manual y de mantenimiento que se realizaba y se sigue realizando en los templos como práctica espiritual simple, manteniendo una presencia despierta. Fue una práctica originada en India, donde los monjes no podían realizar trabajos remunerados y dependían de donaciones. Al llegar el budismo a China, los monjes comenzaron a realizar acciones para sostenerse a sí mismos, y esto se convirtió en un ejercicio común en los templos.
Desde la época de Dōgen -fundador de la escuela Soto Zen-, hasta nuestros días; en el contexto Zen, se ha enfatizado en la importancia del trabajo como expresión de la comprensión de la Vía, no solo en los templos, sino también en la vida cotidiana. Por eso, en estos lugares sagrados, es habitual encontrar a los practicantes, tanto laicos como monjes, realizando labores de mantenimiento. Lo que ha contribuido a que estas labores habitualmente consideradas como de menor importancia, cuando revierten en la comunidad, se perciban como una expresión de generosidad y entrega al colectivo, y como parte integral de la práctica budista.
Yo siento que mi campo es mi templo, y es un lugar de invitación, abierto a los y las demás. Me gusta cuidarlo y ponerlo a disposición del otro, me gusta mi SAMU, me sienta bien lo que ocurre mientras tanto, y lo que pasa después.