La pureza (清 Sei), conforma el tercero de los cuatro principios asentados por Sen no Rikyu en el siglo XVI, base del Cha no yu.
El ritual nipón empieza y termina con un proceso de purificación. Antes de acceder a la sala nos lavamos las manos, nos enjuagamos la boca, nos descalzamos. En el interior del recinto (cha shitsu) se limpian con cuidado y delicadeza todos los utensilios, y simbólicamente estos gestos y todo lo que ocurre mientras tanto, hace que nosotros mismos nos purifiquemos.
Otro modo de hacer tangible el Sei es cuando se barre el jardín de té, cuando se limpia el lugar que uno ocupa, o cuando se portan ropas cuidadas no ostentosas. El ideal de pureza de Rikyu se plasmaba en el aspecto natural del jardín tras haber sido barrido, con unas cuantas hojas caídas “sobre el musgo recién lustrado.”
Un corazón puro y abierto
Para los japoneses, el Sei es la capacidad de tratarse a sí mismo y a los demás con un corazón puro y abierto.
Es una pureza que no se refiere al concepto occidental de minuciosa limpieza de lo material, esa que en ocasiones puede hacer perder la esencia de las cosas, cómo por ejemplo eliminar la oscura huella del té en una taza de blanca porcelana (en este sentido, el “Elogio de la sombra” de J.Tanizaki, es un ejemplo de sensibilidad y delicadeza).
El Sei, traslada a la existencia la importancia de tener y cultivar un corazón limpio y natural, me atrevería a decir que minimalista. Y es que con la purificación del alma uno se encamina hacía la armonía y el respeto, valores cultivados en el Chado o camino del té, alcanzando la limpieza mundana y espiritual, esencia de todo lo que acontece en la Ceremonia.