Mindfulness sin notificaciones

The Cloisters, Inwood y el noble arte de quedarse quiet@ sin parecer sospechos@

Empieza el día. Aún hay humedad en el aire y Manhattan parece medio dormida. Yo no.
Yo estoy despierta con mi taza de Shou Mei, un té blanco de nombre poético y carácter inesperado. Robusto, terroso, raro. El tipo de té que no te pide permiso para despertarte, pero lo hace con suavidad.

Con esa calidez aún en el cuerpo, pongo rumbo al norte de la isla. Y así aterrizo en The Cloisters, ese museo silencioso que parece más una conspiración medieval que una sala de exposiciones. Tapices, arcos, claustros traídos piedra a piedra desde Europa, y una atmósfera que grita bajito: “aquí no se viene a correr”.

Es un lugar para mirar despacio.
Para ver cómo la luz cae sobre un mosaico y sentir que estás dentro del hábito de un monje del siglo XIV que medita sin saber lo que es un feed de Instagram.
Para quedarte quieta. Casi inmóvil.
Mindfulness, sí. Pero sin notificaciones. Y sin tener que decirlo en voz alta.

Inwood Hill Park: mindfulness en el bosque

Cruzo Fort Tryon como quien cambia de siglo y entro en Inwood Hill Park.
Aquí no hay vitrales ni bancos góticos. Aquí hay barro, raíces, gente que pasea sin reloj y ardillas con actitud de portero de discoteca.

Inwood es el parque que no te seduce, pero te cura.
No tiene filtros, ni frases motivadoras en madera reciclada.
Pero tiene silencio. Brisa. Árboles que no necesitan wifi para conectar contigo.

Aquí puedes practicar la actividad más infravalorada de nuestros tiempos: sentarte sin hacer nada.
Sin propósito. Sin plan.
Sin más estructura que dejarse estar.
Y si lo haces con un buen termo de té blanco, ya ni te cuento.

Seiza, loto y tus piernas como metáfora existencial

Hay quien cree que para alcanzar paz mental hay que adoptar la postura del loto. Otros —más refinados, más entrenados o más valientes— se sientan en seiza, esa posición japonesa de rodillas sobre los talones propia del chanoyu, la antigua ceremonia japonesa del té.
Una postura que, si lo piensas, duele lo justo como para recordarte que estás viva, pero no tanto como para que te levantes.

Pero la verdad es que no hace falta parecer un mueble antiguo para experimentar presencia.

Basta con estar en The Cloisters, o en Inwood.
Basta con sentarse en un banco, respirar hondo, y no mirar el móvil durante cinco minutos.
Basta con observar cómo la ciudad, de repente, baja el volumen.

Y así, al final del día, vuelvo a casa.
Y me preparo otra taza de Shou Mei.
El mismo té con el que empecé la mañana.
Una especie de cierre perfecto, como esas historias circulares de Chejov, que no gritan ni brillan, pero te dejan el alma envuelta en un paño suave.

Porque no hay final más honesto que volver al mismo sitio con una mirada nueva.
Y si es con un tecito rico entre las manos, mucho mejor.

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